Esta soy yo y este era mi sueño. Al menos era uno de esos sueños a los que me aferré ciegamente hasta que casi acabó conmigo.
Me gustaba, pero mentiría si dijera que no me consumía. Físicamente, sí, bueno, pero eso era lo de menos. Lo malo era como mermaba mi moral y como me hacía culparme y castigarme día tras día. Suena a melodrama, lo sé. Pero es la realidad.
Tenía que existir una recompensa al final del camino. Pero no la hubo, no. Al menos, yo no la encontré. Terminó, sin pena ni gloria.
No echo de menos bailar, porque bailo cuando quiero, en cualquier esquina, en cualquier rincón. A veces ni siquiera necesito música. A veces, ni siquiera necesito espacio.
Desde luego echo de menos el compañerismo y las risas, pero se que no me ha abandonado, que los caminos vuelven a cruzarse cada vez que queramos, si queremos.
Echo de menos el reconocimiento, sí. Quizás los aplausos. Quizás la adrenalina que te martillea la sien justo antes de pisar el escenario.
No echo en falta el dolor, desde luego, ni siquiera el gratificante. No echo de menos el agobio, la falta de tiempo ni la victoria no conseguida, y en los últimos tiempos, era lo único que conseguía. Lo que echo de menos hace mucho que lo extraño, mucho antes de terminar mis estudios, mucho antes de que todo se terminara y me sentara aquí a escribir esto. Echaba en falta el ballet mucho antes de dejarlo.
Dejé el conservatorio después de dedicarle diez años de mi vida. Dejé el ballet después de dedicarle catorce. ¿Que si lo echo de menos?
Sinceramente no.
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